En google imágenes hay una foto de Laura en la que aparece con raya al medio y anteojos gruesos leyendo un poema. Es una foto intimista pero también sugiere la imagen de una songwriter de la nueva izquierda americana. O una versión semita y morocha de Joni Mitchell. El momento en que muchas mujeres se abren paso entre los hombres, codo a codo. La poesía que nació en la primera mitad de los 90 era vital pero sin fe en el progreso. Laura escribió siempre para informar sus movimientos, sus domicilios mutantes, el mundo que rodeaba el divagar de su vida rodeada de varones poetas. En los títulos de sus libros marcaba la dirección de su cuerpo: El pasillo del tren, Las últimas mudanzas o La tomadora de café, o Lluvias (donde definía el espacio: llover se mira desde adentro). Escribía como los que escriben en aeropuertos, mientras suenan anuncios de embarque en distintos idiomas, y uno estabiliza su temperamento ansioso en ese “no lugar”. Incluso hoy, que asume un lugar de enunciación tan extraño como el de la normalidad familiar, un espacio en extinción donde anidan los miedos mentales básicos. En este libro elige la palabra “balbuceos”, una palabra de la imprecisión, del estado anterior al decir, aunque –aclara- en una misma dirección. Su poesía es histórica: empieza y se consolida en un tiempo secular, democrático, donde la poesía perfectamente podría “no existir”, y construye un estilo de densidad y precisión. Síntesis, sentido y nunca regalarse a la fiesta aburrida del significante. Decir. Bien por ella y dos cosas más: eludió la poética de género y la poesía sobre poesía. Insumo para la ciudad, los sentimientos y el futuro. Martín Rodríguez