Imprenteros es un libro devastador. Exactamente igual a la obra de teatro que tuve la fortuna de ver antes de la pandemia. No por terrible sino por alegre. Un libro alegre (o una obra de teatro alegre, bienvenido el límite impreciso) escrito con indecencia, como decía la Duras. “Mi misión es simple. Quiero lograr que te sientas única”, se lee en estas páginas y a partir de ahí todo es emocional.
No sé nada sobre escribir, pero aprendí que no existen los libros completos, que los buenos libros como este, no tienen final. Y es en su naturaleza incompleta donde cabe el mundo y la eternidad. Pensé que me encontraría con la dramaturgia de Imprenteros, que es una pieza literaria inolvidable y muy extraña en sí misma. Sin embargo, me encontré con un libro que bien podría ser también una novela de iniciación escrita con maestría, un asunto de verbos que no detienen y recuerda a las máquinas que imprimen sin pausa día tras día. También es un libro sobre los padres, los hermanos, los amigos, las madres y el perdón. También un libro fotográfico y de poesía. Y es un elogio al arte de Lorena Vega y sus hermanos Sergio y Federico. Y una caricia al teatro. Me hizo pensar en que todo lugar es también un asunto de palabras y en cómo estas disputan los territorios; en lo imprescindibles que son las personas que saben hacer bien su trabajo, en la importancia de los oficios y sobre todo, en el arte de hacer libros, que nunca encontrará su justicia y está bien, porque la vida no es justa ni hermosa, parafraseando a Lorca.
Si usted está en una librería leyendo esta contratapa, no dude en ir al mostrador, pagar y llevárselo. Le deseo leerlo con la misma emoción y ternura con que lo leí yo, porque todo libro feliz no se termina, continúa en el mar que llevamos en los ojos. Camila Sosa Villada