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por Almagro

Nadie negaría, a la hora de hacer un análisis mínimamente razonable de la sociedad actual, el lugar preponderante que ocupan en ella los medios de comunicación, la publicidad o el cine. Ningún intelectual de izquierda, ni nadie que tenga una mentalidad crítica, se atrevería a desconocer el papel protagónico que esos dispositivos tienen en la dominación actual de las subjetividades. Por todo ello sería razonable deducir que un libro como “La sociedad del espectáculo”, publicado en 1967, formaría parte de una especie de biblioteca básica del lector crítico. O por lo menos se podría llegar a pensar, teniendo en cuenta sus momentos de hermetismo teórico,  que es uno de esos libros más comentados que leídos, siempre citados y jamás comprendidos que forman una suerte de biblioteca fantasma en la mente de esos lectores.

Mucho más si se tiene en cuenta la inclinación argentina hacia el pensamiento europeo, principalmente el francés. Dicho de otra manera, uno podría pensar que la “Sociedad del espectáculo” ocuparía un lugar parecido al de “Vigilar y castigar” de Foucault o a “Mil mesetas” de Deleuze y Guattari en nuestro panorama de lecturas. Sin embargo no es así. Debord pasea por nuestra memoria de autores conocidos de forma nebulosa, como si fuera el amigo de un amigo del que no recordamos el nombre. 

Cosa que no deja de ser llamativa si se piensa que fue el primer pensador en meterse de lleno en el aspecto espectacular de nuestra cultura. En este punto resulta tentador establecer una relación causal entre el desconocimiento general sobre la obra de Debord y el potencial subversivo que la misma tiene. Según esto Debord podría ser un pensador ocultado por las mismas fuerzas que él descubrió, las fuerzas del espectáculo. Y nos situaría a nosotros, en tanto que lectores de su obra, como los descubridores de su peligroso secreto. Este proceso es muy tentador y más de un intelectual crítico de hoy en día hace uso y abuso del mismo. Descubrir genios malditos y escondidos, ya sea en el arte o el pensamiento, es un lugar común, cuando no un negocio, de nuestra época. Y Debord puede calzar bastante bien en el molde. Alcohólico, revolucionario, suicida, francés, bohemio y vanguardista, poco esfuerzo hace falta para construirle un perfil romántico que oculte su potencialidad y lo transforme en una imagen más perdida en la deriva del consumo mediático. Pero por suerte para Debord su libro muy difícilmente puede convertirse en mercancía de venta fácil. Y esto ocurre principalmente porque “La sociedad del espectáculo” no es fácil de leer.