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por Almagro

Un fantasma recorre el globo. Ese fantasma, proyectado por la técnica, se asemeja a nuestro doble espectral. Pero no al doble espectral de nosotros mismos, sino de la vida que llevamos. Aparece en nuestros perfiles diseñados, en nuestras formas de trabajo mediante plataformas extractivas. Se manifiesta en nuestros modos diarios de consumo. Nos espanta en nuestra delegación de toda decisión a sistemas de inteligencia artificial. El fantasma es, en definitiva, nuestra propia vida técnica, y se expresa en la cantidad de ondas invisibles que circunvalan permanentemente el planeta, al que finalmente no duplican, sino que liman y adelgazan hasta volverlo del grosor de una pantalla.

 
En La vida espectral, el desafiante filósofo francés Éric Sadin da un paso más en su análisis de la relación entre técnica y capital. Si desde la modernidad las formas de existencia humana se habían separado paulatinamente de la vida biológica y natural por el empuje del capital, esa disociación hoy adquiere dimensiones extremas. La vida, insumo y savia del capitalismo, es vampirizada de modo cognitivo. Los datos brotan de nuestro cuerpo para ser recogidos y procesados por inteligencias artificiales generativas. Para Sadin, esto convierte al capitalismo en “hematológico” y a nuestros cuerpos en algo fijo y exangüe ante la pantalla. Relegados a un lugar marginal, se dibuja para los humanos una nueva condición de espectros.
 
Sadin llega así al hueso mismo del “fantasma que recorre el globo”: bajo la fábula de la complementariedad humano-máquina, lo que sucede es la transferencia de nuestra capacidad de enunciar verdades y vivir a los sistemas técnicos. Un problema que compete no solo a los expertos, sino a la comunidad toda. Reaccionar ante el hecho de convertirnos en los espectros imprecisos que no saben o pueden capturar los contornos de este mundo exige una responsabilidad política. ¿Es posible impedir un proceso que desmonta las variables humanas del trabajo y de la vida?