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por Almagro

En esos bares mi papá fue testigo de mi crecimiento

como yo de su declive.

Únicamente en esos bares mi papá pudo haber arrimado

una silla alta para una nena de dos años.

Si alguna vez me alimentó dibujando el trazo

de un avión imaginario,

pudo haber sido ahí.

Durante años nos pasó a buscar

a mi hermano y a mí

un sábado por estación,

incluso en invierno

para hacer un recorrido al que llamábamos “los puentes”,

y consistía en caminar de Palermo a Belgrano

y terminar comiendo en una pizzería de avenida Cabildo.

Ya escribí un poema sobre eso

pero hay algo que ese poema no alcanzó a decir.

Los poemas se parecen más a una puerta entornada

y quiero seguir mirando eso que apenas muestran.

la primera vez que ví el amanecer

fue agarrada a la mano de él.

Era primero de enero y volvíamos a las seis.

Mi papá nunca tuvo casa pero sí bares,

y su gusto varía tanto como su ánimo:

va de bares deprimentes a bares hermosos.

Si alguien me preguntara cuál es su lugar favorito

no podría decirlo. Y menos entender

que durante años haya preferido restaurantes

con servilletas de tela blanca y fuentes ovaladas

donde pedíamos ravioles para compartir,

y hoy se conforme con cadenas rápidas

en las que puede pasarse horas anotando cosas

en servilletas de papel.

Cuando mi papá y yo entramos a un bar

no estamos entrando a un bar

sino al pasillo, al cuarto, a la cocina de nuestra casa.

Con mi mamá es fácil hablar porque las charlas

se superponen a otros quehaceres:

ella cortando cebolla para una ensalada

o zurciendo el ruedo de algún pantalón.

Con mi papá las palabras pesan

porque son las que nos arman la escena.

En un restaurante de Colegiales

le dije pa, te tengo que decir algo.

En un bar de Aráoz y Juncal me dijo Veri,

tengo algo para decirte.

En decenas de bares diseminados me ayudó a estudiar

para aprobar exámenes mientras el

buscaba trabajo en los clasificados del diario.

La primera vez que ví a una mujer desnuda fue en un bar:

tenía los breteles caídos, estaba borracha y sentada

en el inodoro con la puerta abierta.

Cuando volví a la mesa dije acabo de ver algo raro,

pero más que raro era fascinante.

En otro bar me dijo escuchá, Cesária Evora,

y se puso a tararear.

Yo no sé si a Cesária la escucharía tanto de no ser

porque veo, al escucharla,

el sol que entraba esa tarde por la ventana de ese bar.

El rato que tuvimos de música y silencio.

 

Verónica Yattah