Primero, una obviedad: escribir sobre pintura y escribir sobre pintores no necesariamente es lo mismo. En todos y cada uno de los textos que componen esta selección verdaderamente antológica, ese formato, ese eventual dilema, se resuelve de manera virtuosamente poligonal: el módico ensayo estético y alguna disimulada ars poetica conviven con la saludable infección del espíritu de época, el manifiesto de amorosa virulencia confluye o discute con el retrato caracterológico, y en un campo innominado se diluyen los límites entre el lirismo y la crítica, entre la revelación episódica y la experimentación teórica, e incluso entre el autor y el objeto de su mirada. Del mismo modo, los traductores cruzan sigilosamente toda frontera, para confirmar la sospecha de que su intervención es siempre co-autoral antes que escolástica o técnica.
El funcionamiento conceptual que así se obtiene es riguroso y exigente, con el valor agregado de un enrarecimiento inclasificable. Algo que no reside tanto en el carácter de la escritura, sino en la curiosidad de que aquí lo excéntrico es el lector, desestabilizado y descolocado al margen de las bondades del estilo y las identidades formales, partícipe necesario de la inexhausta tensión entre la teoría y la conjetura, entre el conflicto y la empatía.
Eduardo Stupía