Nada impediría leer Soñé una ciudad a partir de su vocación para la observación y el acopio. Lo situaríamos así en el marco de un auge de los géneros del registro, auge que en la mirada de cierta crítica ha llegado a considerarse, con ligereza, como síntoma de madurez de una literatura hastiada de la ficción. Ligereza, sí, porque la literatura, y hablo específicamente de la argentina, no se dejaría reducir nunca a la enumeración de una serie de encrucijadas más o menos decisivas, como tampoco a un simple recurso cíclico. Pero eso es otra discusión. Manera de admitir de entrada, sin embargo, que si este libro se instala con naturalidad en un presente específico, de cuya banalidad ambiente sin duda también se informa, digamos que esta lectura resultaría absolutamente válida. A condición, eso sí, de ver en esa vocación, volcada más hacia el exterior que hacía sí misma, la búsqueda también de un método, por no decir de una forma abierta, en cuyo centro rigurosamente vacío pueda surgir de golpe, bajo la forma del chisme, el recuerdo o la iluminación, la pepita de oro escondida.