Hay una escena recurrente que obsesiona a la narradora de esta novela, y en ella está su padre promocionando una de las tantas escuelas públicas en las que da clases a partir de carteles que él mismo escribe, con marcadores indelebles de punta chata, en el lado de atrás de carteles que antes promocionaron cualquier otra cosa y que él, furtivo, después de haber armado un buen ungüento con pases de alquimista, sale a pegar de noche por las calles con ella y su hermano en el asiento trasero. La emoción de estar siendo cómplice de esta vida paralela de su padre es crucial para esta biógrafa sagaz que gusta de los guiños clásicos en más de un sentido y que, llevada por ese paralelismo a lo Plutarco, digamos, logra narrar como Suetonio la vida de este Horacio en el que habitan esa fe en los poderes emancipatorios de la educación, en las derivas aglutinantes de la militancia, en las insurgencias del tango, a la vez que va narrando escribiendo siempre en el reverso de otra cosa su propia novela de formación, sus versos que devienen prosa sobre la misma mesa de madera en la que su padre estudiaba Historia con fervor, su curiosidad léxica inspirada por un idiolecto que él fue desgranando a lo largo de los años, un ritmo sin urgencias, una indagación en el misterio de la palabra poética que es también este misterio horaciano y, fundamental, la recuperación de la receta exacta para armar un buen ungüento y así evitar que lo que tiene para escribir en el reverso de las cosas se lo lleve el viento. María Sonia Cristoff